Al corriente: mayo 19, 2016
Actualmente, la comunidad de iglesias afines al anabautismo se extiende por todo el planeta, e incorpora a personas de muchos trasfondos culturales, étnicos y políticos. Somos, sin duda, una comunidad muy diversa. Disfrutamos y nos enriquecemos cada vez que nos reunimos.
Aun así, surgen a veces algunos interrogantes que nos resultan irritantes. La diversidad representa también un desafío. ¿Hay límites a esta diversidad dentro de la familia anabautista mundial?
A fin de reflexionar sobre tal desafío, primero es necesario aclarar cuál es nuestra identidad, lo que a su vez plantea un desafío en sí mismo. Al querer explicar quiénes somos, generalmente relatamos nuestra historia. ¿Cuáles son los pilares que nos sostienen? Incluso las comunidades menonitas cuya genealogía no se remonta a los anabautistas europeos del siglo XVI, hacen referencia a esa historia, porque en algún momento adoptaron el relato como parte de su propia identidad. Y aunque tengamos una mirada crítica de esta historia, nos sirve igualmente como punto de referencia para explicar quiénes somos y procurar algún tipo de orientación en cuestiones de identidad y diversidad.
Anabautismo de la primera época: nacido en la diversidad
El anabautismo nunca ha sido completamente homogéneo. La diversidad ha representado un desafío dentro del movimiento anabautista desde sus inicios en la era de la Reforma. Dicho movimiento no comenzó con una sola interpretación del nuevo rostro de la iglesia, sino que elaboró distintas ideas, inmerso en las luchas de diversos contextos de Europa. Lentamente, surgieron principios unificadores que brindaron la posibilidad de fortalecerse mutuamente frente a la iglesia dominante de la Edad Media.
Si bien compartimos la visión clave de reformadores como Lutero, Calvino y Zwinglio la convicción de que somos salvados por la gracia sólo mediante la fe– dichos anabautistas adoptaron una interpretación más radical de la iglesia como una comunidad de fe no conformista de creyentes comprometidos. La expresión más clara de dicha convicción era el bautismo de los creyentes, una acción radical basada en una confesión de fe individual, surgida del libre albedrío. Esta comunidad emergente rechazaba la idea de que la autoridad del Estado o de la Iglesia prescribiera cierta interpretación de la fe. En cambio, optaron por un modelo del “sacerdocio de todos los creyentes”, no jerárquico y sin credos.
A medida que el movimiento crecía, se hizo evidente que sólo una estructura congregacional de la iglesia sería la apropiada. Sin el liderazgo jerárquico de sacerdotes y obispos, la congregación participaría de lecturas bíblicas conjuntas y el intercambio de conceptos como medio para discernir la voluntad de Dios. Cómo seguir a Cristo –expresado con claridad en el Sermón del Monte– se convirtió en su mayor inquietud.
Sin duda, el hecho de reclamar esta libertad de conciencia y de fe representó una amenaza a los poderes existentes de la Iglesia y el Estado. Muchos anabautistas de la primera y segunda generación sacrificaron sus vidas en pos de dicha libertad.
Una historia de discordias y divisiones
Todo ello es parte de nuestra historia comúns como anabautistas. Determina nuestra identidad como individuos y congregaciones en diferentes contextos, como también nuestro modo de ser iglesia juntos.
Y aunque al principio el movimiento anabautista unía a individuos y grupos que tenían ideas diversas y complementarias de cómo practicar la fe cristiana, surgieron discrepancias. Nuestra historia también está marcada por discordias y divisiones, etapas difíciles de nuestra historia que sería necesario que volviéramos a considerar. Con una mirada retrospectiva, podríamos observar que tales discordias contradicen las afirmaciones de fe de nuestros primeros hermanos y hermanas.
Por ejemplo, disputas sobre la cantidad de agua para usar en el bautismo, o qué tipo de música emplear en los cultos, fueron motivos suficientes para separarse y condenarse mutuamente. La conducta patriarcal, el abuso por descontrol del poder, la victimización de individuos y la estigmatización de grupos enteros como “herejes”, son tan parte de nuestra historia como la de otras iglesias.
La incapacidad de estar a la altura de las preciadas convicciones teológicas de los primeros anabautistas, puede causarnos desilusión. Aunque sigamos afirmando, como lo hicieron nuestros fundadores, que el modelo congregacional que considera el bautismo de creyentes como fundamental, proporciona la mayor diversidad posible dentro de la iglesia –dado que considera al individuo digno de toda confianza y respeto– sin embargo, parecería que hemos fracasado sistemáticamente en comprobar que dicho modelo fuese válido y viable.
La diversidad en el anabautismo contemporáneo
Actualmente, nos encontramos en el Congreso Mundial Menonita, la comunidad mundial de iglesias afines al anabautismo. Es aquí que hemos aprendido a respetar y valorar la diversidad. Diferentes expresiones culturales, múltiples identidades étnicas, lecturas bíblicas y teológicas contextualizadas, diversas y auténticas maneras de celebrar el amor de Dios, todas constituyen la riqueza de dicha comunidad. Hemos aprendido a recibir esta diversidad como un regalo de Dios desde que comprendemos, ahora más que nunca, que la diversidad y la unidad no son contradictorias, sino dimensiones complementarias de ese singular movimiento creativo de Dios. El CMM es, ante todo, el ámbito en el que damos gracias y disfrutamos de esa riqueza juntos.
Sin embargo, existe el riesgo de que esta celebración de la diversidad se vuelva muy superficial, como una experiencia turística, una “unidad barata”. En la medida que la diversidad de la familia mundial no desafíe al poder de la iglesia local, sería fácil aceptar toda clase de opiniones.
¿Estamos dispuestos a permitir que los demás dentro de la familia mundial desafíen nuestras creencias tradicionales? ¿Estamos dispuestos a tolerarnos (soportarnos) unos a otros? ¿Cambiaríamos cierta opinión o conducta, si los demás se ofendieran por ello?
Me imagino el CMM como un ámbito en el que podamos discernir juntos los límites de nuestra diversidad, en el que seamos responsables ante los demás. Dicha tarea podrá ser a veces difícil, frustrante, incluso dolorosa. No obstante, si no estamos listos para ese desafío, se nos escapará la clave de una verdadera comunidad de fe en Cristo: “una unidad costosa”.
Practicar la diversidad
Ciertamente, tales sentimientos -aunque profundos- deben ser también posibles de llevar a la práctica. ¿Cómo se transita hoy en día la complejidad que presenta la diversidad? Es decir, cómo sería practicar este proceso de discernimiento mutuo en relación a los límites de nuestra diversidad? ¿Cómo nos haríamos responsables unos de otros?
Para responder a estas preguntas, podría ser útil plantear dos preguntas interrelacionadas.
¿Cuáles son las cuestiones que atentan contra la unidad?
¿Cómo determinaremos cuáles serían las cuestiones que deben mantenernos unidos? Para los profetas del Antiguo Testamento, los límites de la diversidad se fijaron cuando una condena o conducta resultó en blasfemia. Cuando alguien cuestionaba la singularidad y unidad del único Dios –el Dios que liberó al pueblo de Israel del cautiverio y la esclavitud– los profetas reclamaron una clara e inequívoca confesión. Lo mismo es cierto en cuanto a los relatos del Nuevo Testamento: cuando se cuestionaba el señorío de Cristo, parecería que la tolerancia no fuera una opción.
En términos teológicos, a este enfoque se le denomina status confessionis, situación en la que peligra confesar a Cristo.
¿Cómo se abordan las cuestiones que atentan contra la unidad?
En el presente, a los menonitas se los conoce y respeta como una de las iglesias históricas de paz. Al enfrentar los desafíos de la diversidad dentro de la iglesia, este enfoque no violento para la resolución de conflictos ha constituido un principio rector desde los comienzos del movimiento anabautista. Sin embargo, no podríamos pretender ser expertos en mediación cuando se trata de conflictos internos. Igualmente, si sostenemos la convicción clave de que Jesús llamó a todos sus discípulos a ser promotores de la paz y procurar primero la rectitud del reino, la característica de ser una iglesia de la paz justa debe determinar la metodología al tratar nuestras propias diferencias.
Las preguntas fundamentales a plantear en un conflicto serían entonces las siguientes:
- El tema que está en juego, ¿es realmente una cuestión de status confessionis, o podríamos tolerar el hecho de que el otro también sostenga que actúa conforme a lo que las Escrituras le dicen?
- ¿Cuál es la perspectiva de los más vulnerables o discriminados sobre este tema?
- ¿Se está victimizando a alguien en este conflicto, y si así fuera, cómo podríamos terminar con tal victimización?
- ¿Nos estamos presentando como víctimas de este conflicto de manera inapropiada, y si así fuera, cómo podríamos encaminarnos?
- ¿Estamos respetando el hecho de que todos los involucrados fueron y siguen siendo creados indestructiblemente a imagen de Dios, aunque difieran nuestras opiniones o conductas?
Quisiera creer que la iglesia de la paz justa implica un enfoque profundamente humilde: saber diferenciar siempre la verdad absoluta, que está solo en Dios, de todas nuestras aproximaciones a dicha verdad. Si sumamos dicha humildad a la manera ambiciosa de ser iglesia de la paz justa, no sólo podría crecer la credibilidad de nuestro testimonio de paz, sino que también descubriríamos nuevamente la capacidad de Dios de tolerar (sobrellevar) nuestras diversidades.
La comunidad celebrante, reunida en nombre de Dios, constituye el ámbito fundamental para practicar la responsabilidad mutua. El Congreso Mundial Menonita tiene el potencial para crecer y convertirse en dicha comunidad.”
Fernando Enns, director del Instituto para la Teología de Paz de la Iglesia (Peace Church Theology) de la Universidad de Hamburgo (Alemania), y profesor de Paz (Teología y Ética) de Free University de Ámsterdam (Países Bajos).
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